Un día a la semana, Héctor se olvidaba del mundo. Para él sólo existían los jueves; y, por eso, todas las semanas aparecían redondeados con tinta roja en su calendario particular que colgaba de una de las paredes de su cocina. Tomó esa decisión uno de esos días en que uno no es uno; uno de esos días en que los movimientos no son sentidos, ni proyectados, ni medidos, ni coordinados, ni comprendidos, ni pensados. Uno de esos días de ofuscación, hartazgo y melancolía. Uno de esos días en que lo único que uno piensa es en vivir. La idea surgió espontáneamente, como si un resolte saltara dentro de su cabeza para hacerle comprender que los días que no se viven no le pertenecen a uno; que son días prestados o de crédito que se pagan a los demás. Días no vividos por no sentidos, por no disfrutados. De este modo, Héctor se embarcó en un proyecto de futuro que siguió a pies juntillas. Necesitó, eso sí, voluntad y cierto alejamiento del trabajo diario, de incómodos horarios de comidas, y de convenidos encuentros con familia y amigos. Una vez a la semana, hacer siempre lo mismo, era para Héctor "vida". Meherlu. |
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